Inmortales

Muchos recordarán una canción compuesta por Julio Iglesias, con la que ganó en 1968 el Festival Internacional de la Canción de Benidorm: “La vida sigue igual”. Decía: “Siempre hay por qué vivir, por qué luchar. Al final las obras quedan, las gentes se van, otros que vienen las continuarán. La vida sigue igual”.

La vida siempre sigue, aunque no igual; somos nosotros los seres finitos, aunque algunos se empeñen en creer que son inmortales. La inmortalidad solo se consigue cuando queda un rastro y un recuerdo de nuestro paso por la vida en las personas que nos conocieron y en la sociedad que vivimos.

Si durante nuestra vida hemos iluminado a alguien con nuestra presencia; si hemos inspirado sonrisas y calmado almas; si hemos hecho que la vida sea un poco más hermosa para alguien, seguramente permaneceremos vi­vos, de alguna manera, en sus co­razones. Al final, seremos recordados  por cómo hicimos sentir a quienes nos rodearon. Ser un buen recuerdo para alguien es una forma de quedarse para siempre.

Yo, que intento aplicarme el parche de todo lo que escribo, confirmo que aquellos seres queridos que me dejaron una huella y que ya no están entre nosotros, siguen para mí muy presentes y, mientras viva, ellos vivirán conmigo.

Recuerdo con cariño a algunos de mis maestros, responsables de que, desde pequeño, yo también quisiera ser maestro. Recuerdo a queridos amigos que nos abandonaron antes de tiempo y que fueron muy importantes en mi vida, por su amistad verdadera, su confianza y el cariño que nos teníamos. Recuerdo a mis padres que, cada uno a su manera, me demostraron su amor e influyeron mucho (ahora me doy cuenta) en cómo soy. También a mi querido hermano mayor, responsable del enorme amor que tengo por la música y que veo cada vez que me miro al espejo. Ninguno de ellos murieron, se mudaron a mi corazón y se mantienen en mi memoria.

Decía Antonio Machado, en su poema Cantares, que nunca persiguió la gloria ni dejar en la memoria de los hombres su canción, pero él sí ha llegado a ser inmortal; al contrario de muchos políticos y personajillos “de tres al cuarto” que, con cierta dosis de megalomanía y mucho de incapacidad y arribismo, solo son una especie de pseudolíderes populistas que nadie recordará.  

Vivimos en una sociedad de ídolos de barro, de influencers de pacotilla, de actores de segunda interpretando de mala manera el papel de administradores de nuestras vidas. Cada vez quedan menos referentes de garantía, menos personajes como los que están en el Olimpo de nuestra memoria y que les hemos dado el privilegio de la vida eterna, porque su obra y su ejemplo estarán siempre con nosotros. 

Mi querido Francisco Montoro decía en la presentación de su libro Veleños notables, que lo importante en esta sociedad es que “cada uno haga bien su trabajo, sea el que sea y, si lo hacemos, también seremos notables”. No importa a qué nos dediquemos, o cuál sea nuestra posición en la escala social; si todos hiciéramos bien nuestro trabajo (y ahí entran de lleno los políticos), otro gallo nos cantaría.

Cuando somos jóvenes creemos, de alguna manera, que somos in­mortales, que estamos inmunes a los males y desdichas de la vida, pero te despiertas un día y, de repente, te das cuenta de que tu juventud está detrás de ti, a pesar de que aún eres joven de corazón. 

Por eso, es urgente que vivamos la vida plenamente y que no esperemos un segundo asalto. El tiempo pasa inexorable y es irrecuperable.

A pesar de ello, desde tiempos inmemorables, el anhelo de la humanidad ha sido el sueño de vivir para siempre, desafiar el flujo del tiempo y las limitaciones de la vida humana y, aunque algunos científicos plantean la posibilidad de que lograremos la inmortalidad gracias a los avances en la tecnología de la inteligencia artificial, la nanotecnología y la criónica, solo algunos ricos podrán disfrutar de ella. 

Que no cuenten conmigo para esa inmortalidad ficticia. Como se suele decir desde hace muchos siglos “nunca segundas partes fueron buenas” y, al final, seguro que todos esos “muertos vivientes” tendrán también su talón de Aquiles. 

Yo solo aspiro a ser un poquito inmortal para aquellas personas que aprecio y estimo. Ojalá que, como decía Julio Cortázar, “Cuando me llegue el día, alguien me sostenga en su cariño, me perpetúe a través del afecto; será la prueba de que no habré vivido en vano” y de que algo de nosotros quedará cuando emprendamos ese viaje ¿sin retorno?