El eslabón perdido
El tan buscado y mítico eslabón perdido del periplo evolutivo, a finales del siglo XIX, se atribuyó a restos fósiles encontrados denominados pithecanthropus erectus (hombre mono erecto, en griego), después clasificado como homo erectus.
A comienzos del siglo XX, fueron desenterrados en Sudáfrica restos de los primeros austrolopitecos. La novedad que estos aportaban es que se movían de forma bípeda y se alimentaban de frutas y hojas. En resumen: Fueron tenidos por los precursores de la especie homo sapiens sapiens y de ahí al humano que conocemos (y somos).
Nos informa la ciencia que, en realidad, no se trata de ‘un solo eslabón’, sino de distintas ramificaciones y en distintas partes del planeta. Atendiendo a esta tesis, y visto el comportamiento de algunos individuos, debe haber ramales y bifurcaciones cuya deriva genética persisten en el tiempo y que, por razones que se me escapan, coexisten con las demás sin posibilidad evolutiva posible; o muy escasa. En este grupo predomina de manera obsesiva los que ostentan el ‘mi, ‘me’, ‘para mí’, ‘conmigo’: la codicia y la maldad en todas sus versiones; entre estos, los llamados ‘señores de la guerra’, que sin el más mínimo atisbo de empatía, diezman comunidades enteras con las manos metidas en los bolsillos contando su calderilla; y cuando se presentan a elecciones, muchos son los que les votan (¿son tal vez de idéntica descendencia?).
Me atrevo a imaginar que, tal vez, el afamado eslabón perdido pudiera haber sido una especie bien diferenciada que surgiera en el tan dilatado ciclo evolutivo portando una sensibilidad más propia de criaturas del cielo, imaginativos, creadores de ciencia y de música, y exterminados por la necedad dominante.
Misteriosamente, la música sobrevivió a la par que el oscurantismo y el despropósito; también la esperanza, en esas ramificaciones que con tenacidad anhelan llevarnos a la luz con sus artes, sus poesías, sus acordes o sus sinfonías.
La sentencia que sigue, atribuida a Shakespeare, hace referencia a los individuos sin alma: “El hombre a quien no conmueve el acorde de los sonidos armoniosos, es capaz de toda clase de traiciones, estratagemas y depravaciones. Si la música es la comida del amor, dadme un exceso de ella”.
La pertinaz abundancia de maldad, codicia y corrupción conducen a las comunidades humanas a la desconfianza hacia sus administradores. Así lo plantea don José Saramago en su novela Ensayo sobre la lucidez que, en mi opinión, pasó bastante desapercibida en su momento. Un suceso poco probable, pero no imposible:
“Una mañana lluviosa de elecciones, en una ciudad de un país imaginario, y sin que absolutamente nadie se haya puesto de acuerdo, y nadie haya propuesto o difundido tal idea, los ciudadanos deciden votar mayoritariamente en blanco. A la vista de tan perturbador resultado, las autoridades ordenan repetir la votación. Pero el porcentaje de votos en blanco resulta aún mayor. Ahora hay que encontrar a los culpables. Lo llaman la enfermedad blanca”.
El desenlace de este texto magistral es asunto de la comunidad lectora; y si acompañan la lectura con el inquietante ‘The Dark Side of the Moon’ (o creaciones semejantes), mejor que mejor.
Hay que hacer arqueología de la música a la par de las excavaciones de restos prehistóricos, para intentar entender por qué la música aún no ha conseguido transmutar en nuestro mundo, de manera colectiva, el barbarismo en fecundo y pacífico humanismo. Todo se andará.