Delito de vida
Italia, principios de los sesenta, una joven, esposa, madre y poeta, extenuada por el trabajo, la rutina cotidiana y la incomprensión del marido, se fuga de casa.
El resultado fueron diez años de manicomio, incontables sesiones de electrochoques, fármacos que la dejaban en estado catatónico, golpes y humillaciones sin límite. Parió dos veces en la institución completamente atada, y sus hijas fueron dadas en adopción.
Sin embargo, esta mujer, esta ragazzeta milanese, como la llamaba Paolo Pasolini, es considerada una de las voces más influyentes de la poesía italiana del siglo XX y XXI. Leo sus poemas, su Delito de vida, el desgarrador y conmovedor La otra verdad: Diario de una diversa. No puedo dejar de leer, pienso y vuelvo una y otra vez. Me parece increíble que esta mujer, Alda Merini, lograra sobrevivir a tanto horror y tanto dolor. Ella dice que la salvaban el amor al amor, y el amor a la poesía, a la palabra. Toda su vida la dedicó a tratar de entender eso que llamamos amor y eso que llamamos locura. Así dice en Delito de vida: “Al haberme quedado sin mi cerebro natural a causa de los electrochoques, que quemaron segmentos enteros, para escribir interrogo a mi intestino, a mis entrañas”.
Alda Merini estaba enamorada del amor desde muy niña. ¡Y lo buscaba! ¡Claro que lo buscaba! Lo buscó siempre. Se enamoraba locamente de un poeta, de un maestro, de un amanecer, de una rosa. El amor, para Merini, se encontraba en la belleza del alma y tenía mucho que ver con el intelecto, con la poesía, con la creación. El sexo nunca fue para ella algo que saciara un hambre física. El sexo era, más que unión, comunión con el otro cuerpo, un perderse para encontrarse en el cuerpo del otro, una forma de experimentar la plenitud, una experiencia casi mística, casi sagrada.
Esta mujer, que a los ocho años ya leía y memorizaba fragmentos de la Divina Comedia, guardaba algo dentro, un trauma decían sus psicoanalistas, porque después y antes de esos diez años de infierno en el manicomio tuvo doctores y amigos que querían ayudarla a encontrar esa piedra, esa estalactita helada que, a tiempos, se instalaba punzando su corazón. Ella dice que no lograron sacársela nunca, pero que tenía pequeñas visiones, recuerdos lejanos e inconexos. Esas visiones eran “el portero”. Así llamaba al miedo más atroz, el de sentirse violada, en la infancia presumiblemente y, con total seguridad en ese manicomio, esa Selva negra como ella lo llama, ese descenso a los infiernos donde el amor fue su Virgilio y la poesía su Beatriz. Así logró contarnos su paso por el inframundo, convirtiendo el cieno en belleza. Porque para Alda Merini “los más bellos poemas / se escriben sobre las piedras, / con las rodillas llagadas / y las mentes aguzadas por el misterio…”.
¡Ay, Alda! Te leo y me dueles, me remueves por dentro, me agitas como esas ramas que desde mi ventana son sacudidas por el viento de esta noche sin estrellas y sin luna. Quisiera contarte que vivimos en un tiempo raro; que ahora, el consumo de antidepresivos sigue idéntica curva progresiva que la venta a granel de felicidades pequeñas, consumibles y obsoletas al segundo. Que sí existe la locura; que la palpamos a diario, que oímos los gritos de los niños entre el silbido de las bombas. Los aullidos de las madres, igual que el tuyo la primera noche de encierro, cuando pensaste en tus hijas. Que los mares se llenan de ahogados, que cualquier desalmado puede dirigir el mundo. Que la infancia accede a la pornografía más violenta sin saber qué es eso del amor.
El manicomio, Alda, no tiene ahora muros ni rejas. Nuestra civilización entera es una Selva negra.
Por eso te pido, dame tu mano, Alda. Préstame a tu Virgilio y a tu Beatriz. Yo pondré mis rodillas y me dejaré guiar por el misterio.