Cosecha

Cuando somos más dueños de nues­tro tiempo es cuando no te­ne­mos excusa para emplearlo en asuntos que nos aporten felicidad y contribuyan a nuestro bienestar y al de la sociedad en la que vivimos. 

Mucha gente no entiende que, una vez jubilados, es cuando el reloj comienza a correr más de­pri­sa y no hay mucho tiempo que per­der. Y eso no significa, no debe sig­nificar, que lo abandonemos to­do y nos centremos exclusivamente en nosotros mismos o en no hacer nada. 

Con la liberación del ‘yugo’ del trabajo, nos encontramos con un panorama lleno de posibilidades. Me da cierta tristeza ver a muchas personas mayores sentadas todos los días en la plaza del pueblo, en los asientos del parque o en cualquier taberna o barra de bar viendo las horas pasar sin más expectativa que el mero paso del tiempo. 

Lo mismo que no se nos prepara para recorrer el transito inédito y vertiginoso de nuestra adolescencia, tampoco nos preparamos para una mayoría de edad vital que suponga lo que, en teoría, debería ser: la edad del júbilo. Les aseguro que antes de llegar adonde ahora me encuentro, observaba cómo algunos amigos y conocidos estaban como aburridos de la vida, sin ganas de hacer algo distinto que les satisficiera de verdad o de lo que no habían podido disfrutar antes. Estaban como zombis, arrancando las hojas del calendario sin la sensación de haberlo vivido.

Por eso, a lo largo de mi edad adul­ta, siempre tuve un momento pa­ra ir pensando mi futuro vital y prepararme para ello. Y lo hacía vi­viendo el presente porque “hoy no es más que el pasado de mañana”.

Cuando escribo un poema, compongo una canción, subo a un escenario, escribo un artículo o participo en alguna actividad cultural, mi objetivo es doble: expresar emociones y sentimientos como vehículo de comunicación y  mostrar mi punto de vista, analítico y razonado, también crítico, de la realidad social, cultural y política que estamos viviendo. Eso sí, aportando ideas, opiniones y argumentos con el único fin de que sean útiles para alguien.

Uno no tiene por qué tener siempre razón, es evidente. Pero también es cierto que si algo te duele debes intentar mejorarlo, para que el dolor se convierta en placer o, al menos, en algo llevadero. Y yo, que tengo ese sentimiento unamuniano de que mi tierra (y otras muchas cosas) me duelen, por eso mismo las critico. 

Y lo hago sin que mi propósito sea disgustar u ofender a nadie. Tampoco me mueven intereses partidistas, ni pecuniarios, sino  la simple necesidad (o deformación profesional) de seguir aportando mi experiencia, conocimientos y ese poso de sabiduría que se ad­quiere con la edad con mis mejores intenciones.

En la época otoñal de nuestras vidas solemos hacer un balance de lo vivido. Nuestra vida, la manera en que nos conducimos por ella y nuestras obras son caras de una misma moneda y, cuando anochece, es cuando descansamos si hemos hecho y dicho lo que teníamos que hacer y decir. La vida, desde esa perspectiva, no es cómo empieza, sino cómo termina. Por eso, en ese transitar penúltimo es donde intento con más ahínco decir lo que siento y hacer lo que digo, es decir, tener honestidad intelectual.

La coherencia es una difícil cualidad que consiste, básicamente, en evitar decir o sentir una cosa y ha­cer otra y cumplir nuestras pro­mesas y compromisos. Por eso, las personas coherentes son más predecibles y fiables. Sa­be­mos qué esperar de ellas y qué no. Sa­bemos exactamente a qué atenernos. 

La coherencia personal se va construyendo a lo largo de la vida. Los padres tienen un gran peso en la configuración del sentido de la coherencia, así como el sistema educativo. Por eso soy de los que piensan que un maestro, al igual que un padre, no enseña lo que sabe, sino lo que es.

Lo esencial es que, en todo mo­mento, siga existiendo un equilibrio interno, porque siempre ha­brá situaciones que atenten por completo con nuestros principios, esas en las que reaccionamos con convicción para defender nuestra coherencia. Y, aunque otras veces estamos obligados a hacer pequeñas concesiones, debemos mantener, a pesar de todo, una cierta autorregulación interna.

En definitiva, jóvenes y adultos, cuidad la relación con vuestros mayores y disfrutad de ellos. Empezad a aprender a ser ponderados, optimistas, amables y con ganas de vivir, es decir, a ser mayores, porque, como dice el refrán: “Para los que no saben, la vejez es un invierno; para los que sí saben, es la temporada de cosecha”.