La insoportable levedad del ser

De la película inspirada en la novela homónima de Milan Kundera, hay una escena que siempre me viene a la memoria en los momentos en que he sentido el temblor de la felicidad. Ese momento en el que en décimas de segundo, me atenaza  un miedo irracional por sentirme feliz, como si la balanza  exigiera su equilibrio y el otro platillo reclamara su parte de dolor.

La escena en cuestión es esta: una pareja está bailando; ella pone sus pies desnudos y pequeños sobre los de él. Pasan la noche entre amigos, música, baile y mucho amor. Ya por la mañana, con la misma alegría, con el fulgor en los ojos,  se suben a la camioneta de vuelta a casa y, entre risas, canciones, lluvia y música…, en un momento, todo acaba. 

Todo cuanto el  título de la obra sugiere, queda resumido para mí en esas imágenes. El dolor de saberse vulnerables, tan ligeros en este paso de la nada a la nada que es la vida y que nos hace preguntarnos: ¿dónde se fue la alegría, adónde las palabras, el calor del abrazo, las conversaciones compartidas, la música y el baile, el beso tierno o apasionado? Y, porque sabemos que no tenemos respuesta para eso, que nunca sabremos despejar esa incógnita o misterio, es por lo que nos aferramos con tanto ahínco a la vida. Y hacemos bien, porque la vida se nos ha regalado para vivirla, para crecer en ella, para crearnos con­­­­tinuamente; irnos haciendo, paso a paso, beso a beso, dolor tras dolor. De sol a sol, en el sueño y la vigilia. Vivir la vida con toda su pesadez y toda su ingravidez.

Vivir la vida es también defenderla. Saber que to­do concluye no nos exime de entregarnos con determinación al momento presente, aun cuando la his­toria, con toda su carga trágica se nos venga encima. Lo saben los que han vivido, viven una guerra o una catástrofe natural. Esos males que tanta desgracia acarrean, tanta muerte, tantos desplazados, tantos damnificados, tanta tristeza;  y en lo que mu­cho tiene que ver la insania y la maldad de los genocidas; la irresponsabilidad, indiferencia e ineptitud de gobernantes que hacen oídos sordos a las advertencias y avisos de la naturaleza; el desvarío de los que se ríen de la ciencia; la perversidad de los que vierten puro veneno con sus mentiras. La desaforada sed de poder y riquezas de quienes piensan que pueden hacer lo que quieran con la humanidad y con el planeta. 

La comunidad científica estudia, investiga, coteja datos y llega a conclusiones de las que vienen alertando desde hace décadas: el clima del planeta está cambiando. La crisis climática la tenemos encima.  

Las catástrofes naturales no pueden evitarse, pero muchas de sus consecuencias podrían ser mitigadas. Muchas vidas, y eso es lo que importa, se hubiesen salvado en esta hecatombe que ha sufrido Valencia de haberse puesto en funcionamiento los protocolos de alerta a tiempo real. 

Quizá lo único que contrarresta tanta tristeza elevada al infinito sea esa otra infinitud de personas, esa riada de voluntarios que, sin pensarlo, se pusieron  camino hacia  las zonas afectadas para ayudar en la medida de sus posibilidades. Eso también es Historia con mayúsculas y ejemplo de solidaridad.

Nuestro paso por la vida es efímero, somos levedad. La naturaleza nos ha dotado de la consistencia de una pluma, de una hoja que puede ser barrida por el viento, pero también nos ha proporcionado la inteligencia necesaria para  vencer los obstáculos, las adversidades, los contratiempos. Nos ha dado la empatía, el amor, la valentía y la alegría de vivir.

Defendamos la alegría como una trinchera, dice Benedetti. Defendámosla del pasmo y de la melancolía, de la miseria y de los miserables.

Sí, de los miserables.