La tempestad y la calma

Se abrió la noche, un true­no la conmovió, el so­nido barrió las soledades y entonces llegó la llu­via... Neruda canta en su oda a las distintas formas de lluvia que mojan su memoria. 

La lluvia vuelve de su in­fancia, primero en una ráfaga colérica; de pronto intensa acribillando con agujas el follaje; otras veces cayendo como un manto tempestuoso... Esta Oda a la lluvia, que leí hace tiempo, se me aparece ahora en cada imagen que veo de esa lluvia trágica que ha desbordado ríos, anegando pueblos y campos, ahogando las vidas de tantos a los que pilló desprevenidos. La naturaleza herida estalló, el cielo, que venía anunciado la tormenta, se cansó y descargó su furia como nunca. La tempestad inmi­sericorde mostró su peor cara y la vida se paró para más de 200 personas que no volverán a ver el sol. Imposible narrar el horror que hemos visto en directo, la violencia del agua en imágenes escalofriantes que tardaremos mucho tiempo en olvidar. Ríos de barro avanzando imparables, tragándose todo a su paso: los árboles, las casas, los coches, los animales, y las personas que intentaban salvarse desesperadamente. La tempestad mostraba su furia en Valencia mientras los que estábamos a salvo sentíamos un escalofrío, mezcla de miedo y tristeza, y alivio por estar lejos del horror.

Pero la tormenta se nos acercó también, días después, aunque no fue tan terrible. Estábamos preparados, avisados a tiempo para ponernos a salvo. Desde la seguridad de nuestras casas veíamos correr el agua por las calles, desbordarse los ríos, anegarse los campos. La furia de la naturaleza volvía a impactarnos y nos hacía pensar, con rabia, en esas voces discordantes que hacen oídos sordos a la ciencia y niegan lo evidente. Y nos envuelven con historias siniestras que añaden incertidumbre y desasosiego; después de los ríos de barro, ríos de tinta que lo embarran todo para ahogar conciencias. La tormenta nos envolvió con su manto tempestuoso y nos hizo sentir miedo por un futuro más que incierto. Ahora, que vuelve a lucir el sol, toca reconstruir las casas, las calles, las vidas heridas y el alma rota de los que sufrieron el zar­pa­zo de pérdidas humanas. Con el corazón des­tro­zado, para ellos no habrá consuelo.

Después de la tem­pes­tad viene la calma, decía mi abuela tocando una campanita de bronce que decía que espantaba los truenos. Envuelta en recuerdos de ausencia, esa campanita mágica duerme ahora en el silencio de un cristal protector. A veces tengo la tentación de tocarla cuando el cielo tormentoso se asoma a mi ventana, pero temo que el sortilegio se desvanezca cuando atraviese el cristal. La tempestad se fue, se llevó su oscuridad y su estruendo, y bajo un cielo sereno que presumía de luna brillante, buscando esa calma que calienta el alma, llegamos al Ateneo de Málaga para acompañar a Emilia García en la presentación de su precioso poemario Formas de mirar al mar. Subimos las escaleras, de rancio sabor a cultura, sabiendo que el acto sería un paréntesis de paz en la convulsa actualidad que nos rodea. 

Entre escritores, poetas, amigos y amantes de la literatura, el libro azul palpitaba con esos versos de mar que dejaban oír sus latidos entre aromas de sal y brea, y se asomaban a los ojos del lector abrigando el ánimo con esa cadencia hermosa que tiene el vaivén del mar. Se acercaban, se alejaban, y  dejaban en el aire la huella etérea de su belleza. A veces con mar en calma; a veces con mala mar. Por la pequeña ventana de la sala Muñoz Degrain la catedral de Málaga se elevaba coqueta brillando en el paisaje nocturno. Ella y la luna radiante se sumaban al sentir de los poetas prestando su luz a un acto de luz. 

Cálida la presentación del libro. Hermosas las palabras de Francisco Rodríguez y la escritora Carmen Ramos sobre la poesía de Emilia. Ella, que irradia paz, entre suspiros de almas sensibles leía sus poemas. El miedo es alto y ciego como noche / en mar alta, nublada, negra y gruesa / el miedo es agua helada entre mis pechos / cuando cuento las olas que me faltan. A la orilla de un mar en verso, bebiéndonos su brisa nos dejamos mecer por el vaivén de las olas. Y en la quietud de la noche serena, su calma azul nos envolvió.