Soy

Soy.

Me sé de un mundo de sombras revestidas de carne, de gestos, de sonrisas que cautivan o de lágrimas que estremecen... que por un instante brevísimo, me muestran el poderoso atributo de la existencia: el ser, el soy, sin más dios que la consciencia; sin más verdad que la instantánea visión de pertenencia a una partitura no escrita, con sonido propio; una nota singular que armoniza con otras notas: la incomprensible singularidad de la Música -con mayúscula-, porque es la amalgama que une todas las partículas que constituyen el cosmos, aunque aún no lo comprendamos.

Soy. Y ahora, en este caos inescrutable, me embarga la disyuntiva de contemplar los Cua­tro Jinetes, o convocar a la Reina de Co­razones. 

Me ofrecen la primicia con banda so­nora, en la radio, en la televisión. Banda sonora añadida, de artificio, un piano con acordes lánguidos semejando tristeza, o una composición de atmósfera do­liente. Una sola vez. Alguien debió advertirles que la banda sonora del directo era la real, la única posible: el rugir, el estruendo de la crecida, los gritos desolados del auxilio, la ansiedad de los que eran arrancados de unas ma­nos protectoras, para no regresar.

Soy. El mundo acaba de confirmar todas las sospechas: hay más demonios que arcángeles; más ignorancia que integridad; más idiotas que ár­bo­les. Y sigo siendo. Me pregunto de nuevo (ya es infinitud de veces), cuál es la razón de la existencia; por qué existir para padecer teniendo ya la certeza de que nadie será premiado por el sacrificio. “Ello nos humaniza”, dicen algunos; los de siempre; los que nunca tienen poco o nada que perder.

Mientras tanto, sigue fluyendo la música por senderos inescrutables, preguntándose los creadores dónde están las respuestas a tanto misterio y desolación, en qué acordes, en qué notas. Se suele confundir música con fiesta, aunque en toda fiesta suene una música con vocación de distraernos de las contrariedades. Se aplaude con euforia una soleá bien interpretada, pero me queda la sensación de que no son muchos los que se detienen y ahondan en las palabras que salen de las gargantas y sus entrañas. El arte como camino de exploración, de búsqueda empecinada en las respuestas. Entretanto, el universo sigue su expansión, dicen, hacia an­chu­ras in­com­pren­si­bles, mientras que en nues­tro mundo, se va contrayendo la inteligencia humana, al punto de querer sustituirla por una de artificio. ¿Para qué se quiere la inteligencia que no permite un sal­to de primera magnitud en nuestra evolución hu­mana? Tal vez me equivoque, pe­ro soy, sigo siendo, tes­tigo de lo que sucede ante mi atenta y atónita mirada. ¿Estaré viviendo, sin saberlo,  en El país de los ciegos, que relata H. G. Wells?

Soy. Y me tomo la libertad de hacer mías las palabras de don José Saramago cuando relata en su De este mundo y del otro, cómo le aborda un vecino, un tanto irritado, y le increpa arguyendo que en ocasiones no entiende lo que dice en sus artículos. A esto, le respondió el escritor pasado un tiempo: “Léalo dos veces, amigo. Léalo... dos veces”.

Y es que, para responder de forma inmediata a una amonestación como esta, se necesitarían los reflejos y la vivacidad de un colibrí.